No parece fácil. La costumbre carece de importancia cuando se trata de ir mirando el recorrido, de hurgar alrededor, de escarbarse.
Llevo dos días sin hablar con nadie. Días de silencio, de música coral y de escaso alimento. El móvil no hace ningún ruido, de vez en cuando lo miro para asegurarme que está en on. Las horas, cerca de cuarenta y ocho, se han ido sumando al ritmo de una escalada de alto esfuerzo, y Beltran duerme junto a mis dos pies, con la cabeza apoyada en uno de ellos, con la seguridad tocando su botón. Es lunes, lo sé por que los obreros de la obra cercana han vuelto al tajo. Sentado, giro mi cuello para ver el leve movimiento del verde, viento escaso, escasa ropa, verano en retirada. Descalzo, lúcido, nostálgico, miro a los espejos que me miran, nada que ocultar; rondado por cuarenta, mantengo una estructura muscular prudente, subo hasta treinta escaleras sin esfuerzo, a partir de aquí sudor inoportuno, ligera pesadez en los miembros. Me gustan mis manos, ellas trabajan para mí, al ser la periferia palpan y protegen, tocan y rechazan. Son manos prensiles salidas de unos brazos que salen de mi tronco. Me tientan a menudo para saber si estoy, y me dejo tentar para entender que soy, para reproducir con el tacto mi volumen, para convencerme de que sigo siendo suave para ti.
Las tardes lentas me invitan a expulsar solo lo que llevo dentro. El sol entre pereza va girando hacia el oeste. Llueve con el dedo índice entre los labios de las nubes, no escucho nada, todo calla. Vuelvo a mirar por el ventanal, no pasa nadie, dónde esté el mar estará subiendo la marea, las olas se encuentran lejos de Castilla.
Confieso que he fumado; lío cigarrillos mientras releo lo que escribo. El humo se queda suspendido, nubes sobre el escritorio que al soplarlas corretean sobre mí, juegos en el aire, ligera compañía. Pasé de las hojas en blanco a la pantalla de mi Compaq y ya nada es lo mismo. Hoy la vida está disimulando, por eso lo cuento, se trata de un tributo a estos días sin nombre, al tic tac tontorron de las horas vagas, a la respiración de la boca entreabierta, a la monotonía al dente. Son las nueve del nueve de septiembre, las puestas de sol desde mi casa son anaranjadas. Con el brazo extendido, los dedos juntos, la palma horizontal, mido la distancia entre esa bola que brilla y el páramo que con sus sombras dice adiós, y me doy cuenta que puedo medir las horas con mis manos, reloj armado con falanges que tiende a retrasarse con los años. El humo continúa suspendido, nubes sobre el escritorio que al soplarlas vuelven a corretear sobre mí, juegos en el aire, leve compañía.
Miro alrededor, una foto del lago Atitlan, la web cam, “ El castillo blanco” de Pamuk, “ La casa de las bellas durmientes” de Kawabata, pequeños objetos que me recuerdan mis paseos por el mundo, mis diccionarios antiguos, mis gafas de sol, unos discos de vinilo. Cosas que algo dicen de mi, migas de pan que dejo caer por si decides encontrarme. Mi orden no es estable, paso de las palabras a los hechos con calma ma non tropo, paseo descalzo por mi pasto japonés tocando flores de colores, doy la bienvenida a las flores nuevas, cuento las hojas del bambú. Tengo una hamaca estratégicamente situada, es una hamaca mexicana, me alargo horizontal y ella me mece poco a poco, desde ella cuento las estelas que pasan, aviones que se alejan, que me invitan a soñar en mis viajes futuros, gentes tendidas sobre cuerdas efímeras que a diez mil metros se dirigen.
La noche se va haciendo, es una noche perfecta, mi cigarrito, mi cervecita, mi hamaca, mi perro, yo. Se agradece la soledad amable, esa situación necesaria que nos permite pensamientos profundos, momentos de reflexión prudente en los que tiramos del hilo para rebuscar por dentro. Dejo las opiniones ajenas y juego con las propias, me enfrento a mí, a mi entorno, y me dejo fluir sin posturas, reconociendo el pasado e intentando adivinar un futuro incierto. La vida me depara, eso me mantiene vivo, al tanto, en movimiento. La incertidumbre progresa en aquellos que buscamos, se trata de una inquietud privada que pertenece a cada uno de nosotros, combustible para el día de mañana. Me resulta agradable ver como se van encendiendo las estrellas, no me siento pequeño, me siento involucrado. Sé que carezco de importancia, pero puedo sentir, mis carcajadas son las mías, y procuro intercalar sonrisas por aquello de relajar los músculos faciales.
Doy el último trago a la cerveza, son las doce y estarás durmiendo o recibiendo el amor de un cuerpo que ya no es el mío. Apago el cigarrillo, descabalgo, miro una vez más a lo lejos, recojo las cosas, me recojo. Beltran me sigue y volvemos a subir las escaleras. Me preparo un café solo y lo añado algo de leche. El silencio es total, las galletas sin chocolate.
Al escarbarse, uno se encuentra con el estado de sus cosas. Los días de actividad frenética, los ratos de charla, el trabajo común, lanzan los cuerpos y las mentes cuesta abajo. Me he topado con mucha gente que no puede estar sola, que no sabe estar sola, que la contemplación de su realidad, la falta de asideros, les hace precipitarse hacia el vacío. Reconozco que somos animales de manada y que me siento mejor confrontando opiniones, midiendo mi inteligencia con las otras, socializando. Hoy saco a pasear los fantasmas y las dudas, y me precipito consecuente. Repaso, mi cara reproduce con gestos los recuerdos. Llevo sin verte más de dos años y el dolor ha dado paso a una tristeza pegajosa, un equipaje circular que va girando en mi mente y que ya no daña, sólo está y sé por que. Resulta que ya no eres real; cuando no tocamos, la carne se hace verbo y pasamos a conjugar con la imaginación. Luego miro a Beltran que me recuerda que solo soy un hombre, y me toco la barba, toco pelo cerrando los ojos, me acuesto.
Cuesta dormirse cuando la mente está revoloteando. Giro, coloco la almohada, vuelvo a girar, me tapo, me destapo, cuento ovejas, balo. No sé mucho de la estabilidad emocional, cuando cabalgo subo y bajo con el compás que la travesía manda. Las riendas las sujeto como puedo, y si me suelto y caigo intento levantarme.
Duermo, las sabanas me llegan al ombligo, debería taparme el pecho, pero al estar dormido no reparo en que mañana podría despertarme resfriado. Tengo las piernas estiradas, forman un ángulo de treinta grados, los brazos en cruz, se diría que no me importa nada. Ronco, no sabía que roncara. Me siento junta a la cama y me observo. Mi primer impulso es tapar mi pecho con la sábana, pero no creo que me gustase despertarme y verme sentado frente a mí, por lo tanto decido no hacer ruido, nada de movimientos, se calla y se otorga. La situación me agrada, puede ser un sueño o ser real. ¿ Puedo estar dormido y sentado a mis pies al mismo tiempo? Disfrutaré de la situación mientras dure. Por otro lado me empiezo a intranquilizar, no sé como podré regresar a mi cuerpo, que raro es todo esto. Me siento ligero, la posibilidad cabe, puedo estar muerto, con la de cosas que me quedan por hacer, en realidad no he hecho casi nada. La epidemia es global, pocos hacen algo; nos venden la idea de que tener un hijo es suficiente y te dejas llevar acompañado de la falta de objetivos y lo que es peor, de la negación de ser culpable de tu propio fracaso.
Suena el despertador, son las nueve de la mañana, es martes.
Ir al principio de la página Volver al índice del Expurgatorio